Lucía Gracia Lasheras
Maestra. Voluntaria del Equipo de Educación.
Hay lugares que no se olvidan, aunque la distancia y el tiempo se empeñen en alejarlos. Lugares que se quedan dentro porque nos transforman, porque en ellos sentimos que damos y al mismo tiempo recibimos mucho más de lo que esperamos. Para mí, Hushé es uno de esos lugares. Una aldea perdida entre montañas inmensas de Pakistán donde se carece de casi todo lo material, pero donde la vida se mide en gestos sencillos y en sonrisas auténticas. Allí volví este verano, por segunda vez, con la ilusión de reencontrarme con su gente y con la certeza de que cada día vivido con ellos sería una experiencia sorprendente.
La ilusión se convirtió en realidad, en dieciocho días intensos, dedicados a compartir mi tiempo con los habitantes de la aldea y, sobre todo, con los niños y niñas de sus escuelas.
He vuelto a Hushé tras teminar mis estudios, siendo maestra, y por eso lo vivido es doblemente bonito. En el equipo de trabajo teníamos como tarea realizar actividades con los más pequeños, una especie de colonias. Las mañanas las pasábamos en los colegios de Infantil y Primaria cantando, haciendo manualidades y jugando. Eran actividades sencillas, pero los niños las vivían con tanta ilusión que se transformaban en algo muy especial. Por las tardes, el patio se llenaba de vida con partidos de fútbol, voleibol o juegos que llevábamos preparados desde España. La risa y la complicidad hacían que, sin importar el idioma, siempre nos entendiéramos.
La experiencia ha sido intensa, dura a ratos, pero al mismo tiempo muy enriquecedora. Hemos tenido la suerte de formar un buen equipo con los compañeros y compañeras voluntarios y eso lo ha hecho aún más bonito. Entre todos surgió la complicidad y la unión que hizo que cada reto fuera más llevadero y que cada momento se disfrutara mucho más. En esa energía compartida descubrí también que la generosidad se multiplica cuando no la vives solo, sino en compañía.
Al hacer el equipaje para volver a casa tras dieciocho días, me di cuenta de que el petate pesaba menos, llevaba menos cosas, pero mi corazón estaba lleno. Volvía con la sensación de haber sembrado pequeñas semillas de alegría en un rincón del mundo, y con la suerte de haber recogido mucho más de lo que podía imaginar: miradas que hablan, sonrisas que permanecen y una satisfacción enorme de haber formado parte de algo auténtico.